El sol alumbra una tarde en el municipio de La Unión mientras yo, un infante de seis años, recorro las calles hechas de adoquines y de color gris.
Mi casita, donde vivo con mi papá, mi mamá y mi hermanito va quedando atrás, mientras emprendo una caminada algo maluca para buscar un objeto que me hace falta y así, estar contento el último día de clases. Ese día podré jugar bolitas, hacer arepitas con plastilina y comer "conchitas", con mis amigos mientras los payasos, hacen perros con unas bombas y se tumban las pelucas que tienen en sus cabezas.
Pasan los minutos y ya son muchísimas las casas en donde he tocado la puerta, por que en muchas de éstas no alcanzo el timbre y de las cuales he salido con mis pequeñas manos en blanco, por que no tiene lo que busco.
Mis pies ya se sienten adoloridos, y siento que los zapatos me tallan mucho, mis ojos me están picando por el humo de motos y tractores, y mientras me "quejo" siento un olor a chocolate y de una dirijo mis ojos a su punto de origen: una heladería, decido entonces, con unas cuantas monedas que me regalo mi papá comprar en aquel lugar; al salir de allí, disfrutando de mi helado, con bola de color café y otra llena de chispitas, recuerdo las noches que pasaba con mi mamá, cosiendo y midiendo, el taparrabo y mis caderas respectivamente; la tarde, en el corredor de mi casa junto con mi padre y pequeño hermano, elaborando la lanza, con un viejo palo de escoba y un pedazo de cartón forrado en papel aluminio para la punta; en fin, como lo bueno dura poco, eso le ocurrió a mi cono y de un momento a otro los caballos, delfines, perros y aves que habían en el cielo, empezaron a desbaratasen de a poquito y mirando mi reloj rojo, con uno de los Power Ranger dibujado en él, que me lo regaló la tía Nena en un cumpleaños, comprendo que se está oscureciendo.
Volviendo ahora, a la búsqueda de aquel objeto, cada minuto que pasa se vuelve una tortura y mi corazón siente que no lo encontrará y ese gran premio o al menos la satisfacción de haber llevado mi disfraz completo, al último día de clase se desvanece.
Una casa llama mi atención, mis pies se dirigen a ella con rapidez, pues la luna que dicen que es de queso ya está apareciendo en el cielo; después de tocar la puerta de color brillante, me abre una gran señora con vestido largo y su cabello blanco; miro hacia arriba en busca de sus ojos, y la saludo con algo de pena, ella responde con una sonrisa y posteriormente me pregunta: ¿cómo estás?, bien, le respondí. ¿Qué haces por aquí?, estoy buscando algo para completar mi disfraz, indiqué, y en segundos me dejó entrar.
Al salir de esta residencia mis manos sostenían lo que tanto busqué, aquello con lo que pajaritos, loros, gallinas, se cubren del frío, por fin, sostenía en mis manos aquellas plumas, largas, suaves, blancas en su mayoría y la más hermosa y de mi agrado, la verde brillando a luz de la farola que hay en la calle. La mujer acaricia mi cabello y corro a mi casa, con una gran sonrisa.
Noviembre de 1998: Está un indio, con su gran corona de plumas, y su cuerpo tatuado, sentado con una princesa y el misterioso zorro, recibiendo el premio a los mejores disfrazados de su grupo.
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