Me voy a buscar estos sitios donde dicen ir los adinerados, intentando imitar la apariencia de ellos (un mal intento, debo reconocer) y a descubrir en dónde se divierten los que andan un poco más cortos de efectivo.
Primero se me ocurren lugares como “el café”, sólo para descubrir que es un sitio ya bastante concurrido y popular, no hay una categoría social definida en los que frecuentan este sitio. Muy común –pienso- aquí no encuentro la exclusividad que busco. Investigo en los centros recreativos de la localidad que parecen ser de alta categoría –como las canchas sintéticas o los campos de tenis –y encuentro gran presencia de vecinos, amigos y conocidos que organizan algo así como una colecta para pagar los costos de alquiler de estos espacios y concluyo que tampoco existe esa clase social definida que investigo. Aunque hay que reconocer que los grupos numerosos evidencian ese ambiente comunitario al que me refiero, mientras que las elites acuden en parejas y cuartetos (en el caso del tenis de campo), o en la cantidad de personas necesarias para llevar a cabo el juego que dispongan: no hay gente en la banca, no hay acompañantes, solo están presentes quienes practican el deporte en ejecución; caso evidentemente opuesto al de “los amigos de la cuadra”.
¿A dónde van los ricos entonces? Es la cuestión que me sigue inquietando, mientras indago también sobre los lugares en los que suelen concentrarse los pobres para divertirse. Un poco desilusionado me dirijo a casa, en el camino intento encontrar alguien que pueda –de alguna manera- guiarme correctamente es esta búsqueda; mientras cruzo el Parque Principal, como si de una revelación se tratara, pasan un par de esas lujosas camionetas que no cualquiera puede tener y pienso de inmediato en los políticos: no hace falta ser vidente para comprender que en un vehículo blindado y polarizado no se transporta un maestro de primaria o un cura –por ejemplo-; sigo los autos en la medida en que mi vista me lo permite y observo que se detienen en el prestigioso “Mall del Parque”… ¡pues claro! –me digo a mí mismo- como no se me había ocurrido.
Un poco nervioso pero con la firmeza que ese acto me exige, entro en aquel lugar para hallar una realidad completamente diferente a la que se evidencia en las calles: ya no más gente “normal” en un día “normal”; por fin llego a donde quería llegar… parece que respiro cierto aire de grandeza, me siento un extraño entre tanta finura, los presentes me observan de una manera que casi me molesta: soy la clase de chusma que intentan ahuyentar, como si estuviera amenazando la privacidad de su modo de vida.
Hablo con la encargada, sostengo con ella un diálogo fingiendo estar interesado en alguno de sus servicios y logro así acceder a las instalaciones que ofrece aquel lujoso lugar: desde lo más simple –como tomarse una taza de café o jugar billar- hasta lo más sofisticado –como el spa- se tornan allí en un asunto de fina categoría. Juegos de póker (acompañados de costosos licores), masajes con cientos de cremas y aceites y clases de gimnasia son solo algunas de las posibilidades que a los ricos disponen para su disfrute; el asunto aquí no es de precios -comprendí- es de exclusividad, al ver un menú en el que el plato de entrada cuesta 28.000 pesos, cifra que cualquier cejeño no tiene la posibilidad de pagar…
Salgo de allí un poco satisfecho por la experiencia que acabo de vivir, pero aun me queda un sinsabor: me falta todavía la mitad de mi trabajo, así que me dirijo a continuar mi labor investigativa.
El Parque Principal de La Ceja posee una cualidad particular, evoca el pasado, nos hace vivir el presente y pensar en el futuro; es esa extraña sensación la que me impulsa a quedarme allí durante un buen rato, a ver qué pasa…
Poco a poco, ancianos solitarios y niños acompañados por sus padres llegan para disfrutar de una fresca tarde, “a ver cagar las palomas” como alguien me dijo algún día. Siguen arribando personas de todas partes, personas que en la mera manera de vestir me dicen mucho: es esa la otra cara de la moneda que necesito para encontrar la manera de divertirse de los habitantes de la localidad. Acercándome a una señora de cordial trato le pregunto en qué parte del municipio reside, ella, un poco sorprendida por la pregunta me dice que en San Vicente (una zona de viviendas de caridad), entonces le hago otra pregunta: “¿Conoce usted ese lugar?” y señalo con el dedo hacia el Mall; “pues no mijo”-ni siquiera sabe de qué se trata, pero cuando le explico, añade- “pues, nosotros toda la vida hemos sido pobres y esas cosas como que no están pa` uno y si tuviéramos la plata pa` ir por allá, pues más bien nos compraríamos con eso un mercadito”, me dice, a lo que le arrojo un nuevo interrogante: ¿Nosotros, quienes?. Pues la familia mijo, la familia-respondió-.
Al preguntarle a la mujer sobre los sitios en los que suele divertirse con su familia me dice que casi siempre se distraen es en el parque jugando con las palomas, o en la cancha haciendo deporte con los más pequeños. Otros sitios como la Unidad de Servicios Comfama resultaron en encuestas posteriores como potenciales centros de entretenimiento para quienes no poseen dinero para pagar la entrada a otro tipo de establecimientos; la unidad deportiva, los cerros de La Ceja y sus paisajes naturales o “la Kika” (yacimiento natural de agua ubicado en la zona cercana al casco urbano) resultaron también ser bastante populares entre esta población.
Seguramente, cuando mencionamos que los ricos se divierten, muchos nos hacemos a la idea de una hermosa vista al mar, un atardecer apasionante y una copa de algún fino trago en la mano: la playa, la brisa, el mar… seguramente, cuando viene a colación la diversión de los pobres, muchos nos hacemos a la idea de un juego de dominó –o quizá de ajedrez para los más intelectuales-, de una tarde en la acera jugando cartas o del típico “sancocho comunitario” que organizan los vecinos en el aniversario del barrio.
En La Ceja, las personas con dinero pagan por escenarios recreados a su gusto para solucionar ese asunto de las distracciones mientras que los menos favorecidos disfrutan de lo que les ofrece el entorno y la naturaleza, concluyo.
Fernando López
Oriente
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