- Son ocho mil pesos, me contestó el tendero
- ¿Ocho mil pesos?, uff marica ¡que es esto!, pensé dentro de mí, pero no dije ni una sola palabra, sólo con tristeza e indignación miré como mi billete de diez mil se convirtió en uno de dos luego de que el pelado que me atendió me devolviera por la compra de dos chococonos, ¡sí!, dos “hijuemadres” chococonos por los que en una tienda normal te cobran si mucho 2400 pesos y aún un poco más grandes, ahí, en el aeropuerto de Rionegro valen prácticamente 3 veces más de lo normal sólo por el hecho de que sea ese lugar y no un granero de barrio como es donde acostumbro comprarlos con mi novia. Ese día, a propósito, también estaba con ella y por eso me aguanté ese trago amargo, no iba a pasar de chichipato y además no me iba a poner a hacer un show por eso, ya sabía para la próxima.
Y es que hasta en el precio de un simple helado o en una comida se ve la brecha tan grande entre ricos y pobres, y el mismo producto vale mucho más en un lugar visitado por personas adineradas que en uno visitado por quienes no lo son. Fácilmente se identifica esos sitios que visitan unos y otros para alimentarse, como dos equipos de fútbol, en un bando están los ricos y en el otro los pobres, los de unos más elegantes, los de los otros más sencillos, en el de unos el glamour y la etiqueta están presentes como principales invitadas y en el otro, la algarabía, la recocha y el descomplique se sientan a lado y lado de los visitantes.
Con sólo mencionar ciertos sectores del Rionegro y observar la infraestructura y decoración de los lugares, uno se percata en donde se encuentra: en los “dedi parados” como le conocemos nosotros, como por ejemplo los restaurantes de los principales centros comerciales de la ciudad y caso particular el del sector Llanogrande y su gran cadena de restaurantes y zonas de alimentación que se ofrecen allí, da algo de oso llegar en buseta, lo normal es que cada uno llegue en su Prado, Mazda, Peugeot… o en su defecto una moto, ¡pero ojo! no es una ochenta o RX 100, no, es una Pulsar, Ninja u otras parecidas que esperan a sus exclusivos dueños en los parqueaderos de aquellos restaurantes cuyo ambiente dan muestra de la excentricidad del lugar: uno o varios televisores LCD de 42 pulgadas más o menos son algunos de los distractores que tiene el sitio, mientras las personas degustan de un rico menú compuesto por comida mexicana, italiana, carnes deliciosas o mientras se toman una Club Colombia, un whiskey, vino blanco, champaña o demás aperitivos para su exquisito paladar, un lindo y hermoso florero ocupa el centro de cada una de las mesas que están protegida de finos manteles, la música está a un volumen tranquilo: suena un bolero, un tango, un clásico de los 60s, 70s u 80s y los clientes de aquellos imponentes lugares conversan en voz baja procurando no incomodar a quienes están a su lado.
Son las 11 de la mañana de un jueves y estoy sentado en un lugar visitado por los del otro bando: el de los pobres, está ubicado en el parque principal, el nombre ni lo recuerdo, yo le digo “El corrientazo”, y allí desde la entrada se comienzan a encontrar cosas bien particulares: en este no hay carros –bueno, solo los que pasan por el frente-, pero esperan los meceros que muy amablemente desde la puerta lo vienen acompañando a uno hasta la mesa, apenas se sienta su cliente cogen el “dulceabrigo” o trapo de sus hombros y limpian la mesa aún chorreada por gaseosa o algunas harinas de parva que otros clientes han dejado, la carta es un delicioso menú que va desde un tamal de 2000, hasta un chorizo, un arepa de huevo, tortas de carne, empanadas de arroz, salchichón y demás embutidos que se acompañan de un café o una gaseosa, el centro de las mesas no está adornado por un florero, en su defecto lo ocupan servilletas y un tarrito de azúcar para que cada quien le “eche” a su café, tinto o perico según sea el gusto.
Y mientras los pobres disfrutan de la sencillez y calor humano de sus lugares de comidas, en el otro están los ricos con su opulencia y comodidad, ahí están ambas clases sociales alimentado su cuerpo, -iguales por lo menos en el requerimiento de satisfacer esta necesidad- y cada uno disfrutando a su manera y según sus posibilidades.
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