Estaba tan temprano que todavía no había salido el sol, mi mamá me había dicho que nos teníamos que levantar así de temprano para que el bus del colegio no me dejara y además, si llegaba tarde me hacían ir donde la monjita que dirigía el pre-escolar. Encima del comedor había una vela blanca de esas grandes que estaba dentro de un frasco de vidrio y el frasco tenía una imagen del Divino Niño. Más o menos a las 4:45 de la mañana mi mamá me hacía sentar a la mesa con mi papá para desayunar, y todos los días, de lunes a viernes, sagradamente, mami nos daba arepa con huevo revuelto. Los primeros días desayuné sin problema, pero a medida que pasaba el tiempo, la arepa y el huevo revuelto se fueron convirtiendo en mi peor pesadilla, digo que peor porque a esa edad no había otra cosa que me preocupara más que tener que desayunar igual todos los días.
Después de muchos desayunos iguales, el color amarillo del huevo iluminado tenuemente por la luz de la vela, me revolvía el estómago y en mi inocencia no me quedaba más que hacer que suplicarle al Divino Niño que me acompañaba en mi odisea diaria, que no me dejara comer eso y que llegara mi mamá a rescatarme, como algunas veces lo hacía; porque mi papá me hacía comer eso fuera como fuera, y cuando él se sentaba a la mesa mis manitos comenzaban a sudar y el mareo se apoderaba completamente de mi, tanto, que sentía que en mi estómago había un remolino que en cualquier momento podía estallar en vómito, amarillo, por supuesto.
Una de esas mañanas, mi papá no se levantó con el mejor de los genios, todo lo hacía gritar. Nos dispusimos a desayunar el mismo menú de siempre, cuando mi mamá puso sobre la mesa ese plato, fue imposible evitar la sensación de remolino en el estómago, y no tuve más remedio que gritar dentro de mi ¡AYÚDAME DIVINO NIÑO! Tú que eres pequeño como yo y me entiendes, dame fuerzas para hacerlo, y en medio de mi angustia silenciosa, mi papá me gritó ¡DESAYUNE!, yo, valientemente le contesté que no quería desayunar y después de la típica cantaleta de ¡¿SABE CUANTOS NIÑOS QUISIERAN TENER UN PLATO DE COMIDA Y USTED RECHAZÁNDOLA?! Me puse a llorar y le repetí que no quería, que estaba aburrida de comer lo mismo todas las mañanas, pero mis argumentos sinceros no valieron de nada, mi papá me levantó de la mesa por mi brazo izquierdo, me alzó la falda del uniforme que era una jardinera de cuadritos azules y blancos, me bajó los cucos y me pegó por no haber querido comer. Solo hasta ese momento apareció mi mamá, que comprensivamente se llevó el plato de la mesa y me llevó para la pieza para terminar de arreglarme para irme para el colegio.
Ese mismo día por la noche, cuando mi papá llegó de trabajar, estábamos los tres viendo televisión y papá me preguntó arrepentido que qué me gustaría desayunar. En ese momento, sentí que había logrado el triunfo más grande de mi vida, y con una sonrisa en la cara le dije: PAPI, ¡QUERO CHOCOCRISPIS! Desde ese día sé que las cosas que quiero, por simples que sean, tienen un precio.
Laura Monsalve
No hay comentarios.:
Publicar un comentario
Apórtele con su comentario a la formación profesional del autor en tono colaborativo, no de crítica moralista, censuradora o que descalifique su trabajo creativo.