Cuando ingresé a la escuela, regresaba cada tarde con gran rapidez para enseñarle cada cosa que era nueva para mí, pero me extrañaba cada día más que sólo se le iba el tiempo y gastaba el papel haciendo bolas, bolas y más bolas. Y yo lloraba, quería que ella escribiera su nombre, dibujara arbolitos, casitas, me regalara cartas, pero no, nada de eso ocurría; además yo no entendía por qué nunca iba conmigo a la escuela si tenia la misma estatura que yo y me suponía que la misma edad.
Yo seguí creciendo y me daba cuenta que cada vez era más alta que mi tía, por lo cual me sentía alta en comparación a ella, hasta que un día entendí que ella ya no crecería más, de hecho hacia unos veinticinco años había dejado de hacerlo, sólo que nunca se le olvidó ser niña, soñadora y juguetona, pues desde ese día en que no creció más tampoco maduró ni su cuerpo ni sus pensamientos, debido a ello encontraba en mi, una niña de ocho años un complemento para disfrutar continuamente su eterna niñez.
Algún día llegó a enamorarse, yo notaba cómo sus manos y su cuerpo temblaban, su cara se sonrojaba como si tuviese mucho calor y corría para
ocultarse tras una puerta cuando aquél hombre que a la vez era su sobrino se acercaba a nuestro hogar para divertirse un rato con mis hermanos mayores y aunque no le prestara atención a ella, lo amaba a escondidas y en silencio.
Marina es el nombre de ésta reina de la niñez, el ángel que jugó, corrió, lloró y se rió conmigo durante doce años de mi vida, pero algún día yo crecí y nada de eso volvió a ser igual, porque yo la abandoné y ahora ya no puedo arrancarle ni una sonrisa, tampoco quiere jugar, se le olvidó caminar y hasta ni puede llorar y todo porque una enfermedad que desconozco se le robó su niñez y no contenta con eso quiere arrancarle la vida.
Natalia Andrea Morales Jaramillo
Oriente
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