El paseo de siempre, la misma piedra en el camino, el mismo niño con su risa chillona, los mismos zapatos para emprender el viaje, la misma carretera, el mismo aviso desgastado, los mismos pensamientos y la misma mochila, sólo esa débil luz del sol, que aun no raya en el cielo.
Los primeros pasos se hicieron más ligeros, quizá al ritmo de “Welcome home your”. Quizá porque hablaba sola. Quizá porque pensaba. ¿Por qué no? Solo soy yo. Nadie me mira. Yo y esta carretera empolvada que me muestra el camino. Pero ya no importa, porque ellos me acompañan, el susurro del viento, las hojas que caen de los inmensos arboles que posan una sombra inmensa sobre mí, la sonrisa del anciano y el silencio de la tarde. No estoy sola. No estoy sola. Ahhhhh… No pude evitar que mis ojos se dilataran casi hasta salirse de su órbita, quise mirar y mire. Mire. Mis vellos erizados se congelaron en mi piel, la primera lágrima se asomó sin darme cuenta, sólo sentía esas nauseas, esas terribles nauseas que amenazaban mi boca, y yo ahí, paralizada.
Me adelanto a los hechos constantemente, pienso con que me encontraré cinco pasos adelante en el camino. Pero no miro, miro el cielo, los arboles, la gente, las piedras, pero no el camino. Y sólo cuando miré el camino comencé a temblar. Un escalofrío me hizo cerrar los ojos tan fuertes, que querían olvidar, que querían dejar de existir, que querían morir. Morir, morir, estaba muerto. No sé porque de repente esa débil luz del sol que iluminaba mi cabeza ya no estaba. Ahora en el cielo se habían colado unas nubes negras que amenazaban con lluvia; ojalá llueva, pensaba, ojalá llueva y se borre el escarnio y la sangre, ojalá llueva para que se quite el vomito y la porquería dentro de mí.
Mi ceño se arrugo, mi lengua se seco, mis manos se mojaron, el latido se aceleró. Fue el grito de la sangre el que llamo acechadores en el cielo, negros y calvos; estupefactos por mi presencia, solo esperaban que me marchara para echar mano.
Comencé a mover mis pies pero sin borrar la imagen en mi mente, ya no le prestaba atención al clima, ni al aire, ni al viento, esos dientecitos de piraña se habían quedado en mis sentidos. Las nauseas todavía estaban allí. Había enmudecido. Y si antes no miraba el camino, ahora sólo me fijaba en el, en cada hueco, en cada línea, en cada suciedad.
Quisiera abandonar. Quisiera no pensar, porque si lo hago viene otra vez ese escalofrió, y con él ese maldito recuerdo, ese maldito olor. La cola de látigo, quebrado por dentro, los huesos primero, los órganos después, la carne al final, las vísceras desparramadas.
Ya la tarde se está muriendo y aún hoy, todavía huelo la sangre y la podredumbre. Agrrrr.
Keren Flórez
UdeA Seccional Oriente
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