Pasan los minutos, son las cuatro y treinta de la mañana, esa hora en que todo comienza a despertar y se regresa a las rutinas; no me levanto, me quedo tras la pared que sostiene esa ventana en un tercer piso mientras escucho a lo lejos cómo los autos comienzan su camino, las empresas sus producciones y las personas sus trabajos.
Tac, Tac, tac…suenan cerca unos zapatos de mujer, despacio, muy despacio y muy fuerte; me quedo en mi cama siguiendo con mí oído los pasos de aquella persona que no se levanta temprano para ir a su trabajo como casi todas, si no que llega en la madrugada de trabajar con su traje de colores y la belleza puesta en su cuerpo.
Ella trabaja todos los días en el mismo sitio a la misma hora, duerme en el cuarto de la casa vecina; esta mujer pone todos los días en su rostro una sonrisa amable y una mirada penetrante, en el día duerme y en la noche mientras casi todos luchan por soñar trabaja en ese sitio que le permite el sustento y la estabilidad.
Me asomo a la ventana y pareciera que acaba de salir de su casa, recuerdo que en la tarde cuando me la encuentro por la calle lleva los labios y los ojos despintados, el cabello despeinado y un traje diferente al que usa en las noches. De ella las señoras del barrio prefieren no hablar…sólo sus pasos se sienten por aquí en esta calle, a esa hora de la madrugada fría donde todos comienzan a despertar y algunos se esconden tras las paredes de sus casas.
El día comienza a poseer a esta ciudad, el cielo se hace más claro, aparece un poco el sol y me doy cuenta que tengo que levantarme cuando de fondo, en la radio de mi mamá escucho esa melodía cuya letra dice: “Oh gloria inmarcesible, oh júbilo inmortal”.
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